La posibilidad de construir en 2006 una restauración autoritaria era mucho mayor que la actual, que afortunadamente ha fracasado.
Por Macario Schettino
Desde su fundación (de hecho, desde antes) el PRI tenía todo el mapa político del país en sus manos: todos los gobernadores, los senadores, los diputados y los presidentes municipales. Empezó a perder algunas alcaldías un par de décadas después, y abrió espacio a diputados de otros partidos, pero no porque ganaran un distrito, sino como ficción democrática.
Aunque en los 70 le dieron un senador al dirigente del PPS (Jorge Cruishank) como pago por evitar el triunfo de su candidato a gobernador de Nayarit (Alejandro Gascón Mercado), fue en realidad en la elección de 1988 cuando perdieron escaños en esa cámara. Al año siguiente, perdieron la primera gubernatura, Baja California, a manos de Ernesto Ruffo.
La pérdida de senadurías y gubernaturas tuvo su origen en la fractura interna que sufrieron en 1986. Ese año tuvimos una crisis económica debido a la caída del precio internacional del petróleo, que destruyó el intento de recuperación de la crisis anterior, la de 1982, que fue producto de los excesos de Echeverría y López Portillo. Frente al golpe de 1986, quienes estaban en el poder decidieron dejar atrás las ideas del viejo sistema e incorporarse a la globalización. Ingresamos al GATT, se enfrentó la inflación, se lanzó como candidato a Carlos Salinas de Gortari, y ya con él en la presidencia se renegoció la deuda, se abrió el país a la inversión extranjera de verdad, y se negoció un acuerdo comercial con Estados Unidos y Canadá.
El grupo que no quería ese camino se dio cuenta, a fines de 1986, que no podría ganar al interior del partido, y decidió salirse. Es la llamada Corriente Democratizadora del PRI, que lanzó a Cuauhtémoc Cárdenas como candidato presidencial en 1988 al amparo de uno de los partidos satélites del PRI, el PARM, al que se fueron sumando los otros satélites y, al final, el Partido Mexicano Socialista. Nunca se terminó el conteo de votos de esa elección. La coalición cardenista se transformó en el PRD el 5 de mayo de 1989, llevando consigo una parte del echeverrismo.
Desde 1997, cuando los sufragios realmente empezaron a contarse, el echeverrismo ha contado con casi 25 por ciento del voto nacional, repartido entre PRD, PT y Convergencia Ciudadana, hoy MC. La ruptura de López Obrador con su partido significó el tránsito de buena parte de esos votos a Morena. El PRD mantiene hoy tres puntos, y MC (que tenía entre dos y tres en ese entonces) ha sabido ampliar su mercado.
Pero Morena ha logrado conseguir una fuga adicional del PRI, para alcanzar su nivel actual, que supera 35 por ciento de la votación. Justo esa era mi preocupación en la elección de 2006, cuando su coalición apenas alcanzaba 30 por ciento del voto: podría atraer a un priismo derrumbado en las manos de Roberto Madrazo. La posibilidad de construir entonces una restauración autoritaria era, en mi perspectiva, mucho mayor que la actual, que afortunadamente ha fracasado.
En el transcurso de 35 años, el echeverrismo, que es la versión farsesca del cardenismo, se ha independizado del PRI, y le ha quitado buena parte de los votos. No es de extrañar, considerando el adoctrinamiento que reciben los mexicanos en la primaria, que se siga celebrando a la Revolución y a Cárdenas, como el cenit de la historia nacional. Esa visión pueblerina, pobrista, mercantilista, de eterno resentimiento frente al resto del mundo, es lo que seguimos enseñando en los pocos años que los mexicanos pasan en las aulas. Por eso entienden, y aceptan, las barbaridades que ofrece el echeverrismo.
Lo dijo Calles, y lo aplicó Cárdenas, “tenemos que apoderarnos de las mentes de los niños”. Y así estamos.
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