Por Macario Schettino
La elección de 2018 barrió a los partidos que habían estelarizado la transición democrática. El PRI de los 90, el PAN de los 80, y el PRD, sumados, no alcanzaron la votación de un partido nuevo, Morena, con menos de tres años de existencia. La derrota de partidos establecidos, frente a un movimiento que no ha logrado convertirse realmente en uno, ha convertido el mapa político de México en algo muy complicado.
En la elección intermedia, los votos por Morena y PT fueron similares a los obtenidos por PAN, PRI y PRD. Quitando a los que están justo en el borde de la desaparición, podemos decir que Morena equivale a PAN y PRI juntos. El resto de los votos está en dos partidos, PVEM con 5% y MC con 7%, que actúan de manera tangencial al sistema político. El primero es un negocio, a la búsqueda de clientes, mientras el segundo apuesta por un mercado muy limitado en México, población urbana con aspiraciones woke.
Esto significa que la disputa política se ubica entre Morena, de un lado, y PRI y PAN del otro. Morena tiene el problema de no ser un partido político en forma, sino un movimiento o frente cuya única razón de existir es López Obrador. No está claro que el Presidente pueda trasladar esa lealtad a alguien más, específicamente a Claudia Sheinbaum, de forma que no hay garantía de unidad rumbo a 2024.
En el otro lado, las dirigencias se han adueñado de los partidos, consolidando su mando rumbo a esa elección. Sin embargo, para poder competir necesitan ir juntos, y eso no parece sencillo. En el PRI, que tiene apenas cuatro gubernaturas (cuando hace tres décadas tenía todas), la urgencia es sobrevivir. El segmento echeverrista del PRI se ha desplazado a Morena en los últimos tres años, pero nadie sabe aún si el trasvase ha terminado, o quedan grupos pendientes. Creo que por eso el PRI anuncia foros para discutir la reforma energética, y Rubén Moreira, coordinador de diputados, reclama la presencia de empresarios y técnicos que defiendan la ocurrida hace unos años. Es una forma de convertir al partido en una herramienta de la sociedad civil, y con ello consolidar una votación estable, tal vez cercana al 20%.
El PAN, que se dividió desde 2012, cuando Felipe Calderón abandonó a Josefina Vázquez Mota, no ha logrado recuperar dirección. El boquete que abrieron los calderonistas impidió a Ricardo Anaya presentar una opción más sólida en 2018, y peor cuando Peña Nieto decidió utilizar, de forma aviesa, a la fiscalía en su contra. Sin embargo, en estos tres años no ha habido un proceso de reunificación, que sería imprescindible para darle a ese partido una posición competitiva por sí mismo. Por eso, su futuro hoy depende de la alianza con el PRI.
La población lo que busca es alguien que pueda convertirse en un imán de oposición en contra de López Obrador, pero eso no tiene mucho sentido. El proceso de concentración de poder en el Presidente, y la desinstitucionalización que eso ha significado, es un gran retroceso para el país. Cambiar de persona no resuelve nada, y puede empeorarlo. El camino es regresar a la construcción de instituciones, aunque eso ahora costará al menos una generación entera. Para ir por esa vía, es imprescindible la colaboración de PAN y PRI que, por su parte, tienen que evitar que sus simpatizantes se desbalaguen.
Supongo que veremos partidos de burocracia, con potenciales candidatos de unidad moviéndose por su cuenta, que buscarán aprovechar el precipicio en que se ha volcado el Presidente con su destape anticipado y su ya muy evidente desconexión de la realidad. Para fines del verano próximo, el pandemonio.
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