López Obrador no se ve cansado, se ve harto: de sus adversarios, incluso de sus partidarios; harto de tanto escándalo, harto de la realidad.
Fernando García Ramírez
No salieron las cosas como las planeó. En campaña soñó con convocar un gran acuerdo nacional para terminar con la inseguridad de un día para otro. Soñó que crecería el país al 6.0 por ciento, que nuestro sistema de salud sería como el de Dinamarca. Sobre todo, pensó que terminaría con la corrupción. Con la suma de esos sueños construyó un sueño mayor al que denominó cuarta transformación. Hoy esos sueños son ruina, son ruido, son nada.
Hubiera sido bueno transformarnos, aunque sea para sacudirnos la rutina histórica. Pero no ocurrió. López Obrador se veía a sí mismo como el faro refulgente de la honestidad valiente. Tres años después su prima Felipa, su cuñada en Macuspana, sus hermanos Pío y Martín, sus hijos mayores, tienen otros datos, les gusta vivir bien. Iba a barrer de arriba para abajo y no pasó del primer escalón, el familiar. Sacar el pañuelo blanco y anunciar que se acabó la corrupción cuando México ocupa el lugar 120 en el índice sobre percepción de la corrupción indica: a. Grave cinismo; b. desconexión de la realidad; c. propaganda pura: negar la realidad a base de repetir imágenes y frases. No pudo su gobierno erradicar la corrupción, nunca entendió el problema. No basta con que el presidente no robe para que los demás no lo hagan. Son necesarios mecanismos, contrapesos, transparencia, cero impunidad. Su gobierno pasará a la historia como otro más que no pudo terminar con la corrupción. Son tantas las irregularidades en que se ha visto envuelto su círculo más cercano que con su gesto del pañuelo blanco parece más bien estar pidiendo tregua.
Se pudrió muy pronto el sueño de la cuatro té. Al día siguiente de su triunfo electoral López Obrador pronunció un brillante discurso en el Hotel Sheraton. Prometió una patria para todos. Un discurso que parecía escrito por Ebrard, por lo sensato. Pero algo pasó: en menos de seis meses, antes de asumir el poder, ya había cambiado de parecer respecto a volver a los soldados a sus cuarteles y daba inicio a una militarización creciente; ya había comenzado a dividir a la sociedad en fieles y fifís; y principalmente, ya había decidido dar un manotazo en la mesa para mostrarles a los empresarios quién mandaba aquí, con la suspensión del nuevo aeropuerto en Texcoco. No más un México colectivo y plural: gobernaría con los soldados, con los suyos y para los suyos, repartiendo becas.
La cancelación del aeropuerto marcó el principio del fin. Se trató de un ejercicio arbitrario de poder. ‘Aquí mando yo’. Se inventó una encuesta ilegal y hechiza. Muchas casillas en Chiapas y ninguna en las zonas de la Ciudad de México donde hay viajeros frecuentes. Un aeropuerto “plagado” de corrupción que nunca se denunció. Jiménez Espriú a la postre reconocería que la cancelación no tenía que ver con la corrupción. Fue el primer gran acto autoritario de López Obrador. Desde antes de acceder a la presidencia dejó ver de qué estaba hecho. No quería transformar, quería mandar. Por encima de la ley, la justicia: ‘y la justicia la dicto yo’.
Gobernar no tenía entonces mucha ciencia. Si sostenía reuniones a las seis de la mañana se terminaría el problema de la inseguridad. Si dejaba de perseguir al crimen organizado este poder de facto le correspondería bajando el nivel de sus asesinatos. Si organizaba en Pemex elecciones sindicales libres se impondrían las fuerzas progresistas y no la vieja guardia.
Estoy seguro que antes de tomar posesión López Obrador nunca imaginó que llegaría a estar cercado detrás de inmensas vallas para protegerse de manifestaciones feministas. Nunca imaginó la aparición del COVID. La mortífera ola pasó justo cuando acababa de desmantelar el sistema de seguro popular, con las funestas consecuencias que ya todos conocemos. Nunca imaginó que su actuación frente a la pandemia pudiera ser tan desatinada. Los líderes destacan en las crisis. López Obrador, con sus detentes y su negativa a usar cubrebocas, se hundió irremediablemente como líder. ¿Qué clase de líder deja morir a 700 mil de los suyos?
López Obrador no se ve cansado, se ve harto: de sus adversarios, incluso de sus partidarios; harto de tanto escándalo, harto de la realidad. Mortificado porque le arrancaron plumas a su gallo. Irritado con los norteamericanos metiches. Muy molesto con Loret, Reforma y Aristegui. ¿Harto de qué?: harto de todo. La cuarta transformación quedó en parto de los montes. Se pasa a la historia con obras e instituciones, no con encuestas de popularidad.
Con la cancelación del aeropuerto antes de asumir el poder, López Obrador marcaría su sexenio. Autoritarismo y soberbia. Impunidad y corrupción. A los empresarios les repitió el Non serviam e inició desde entonces su caída.
Nos perdimos el paraíso. Ese reino nunca fue nuestro. No salieron las cosas como se planearon. Cierro mi ciclo y me retiro. El sueño de la cuarta que no fue. El miedo del presidente ante la historia. Los hombres no soportan tanta realidad. Aquí me bajo. Estoy harto. Ya no puedo más. Ya no.
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