No estás solo…

Por Salvador Camarena

México adora odiar a sus expresidentes. No a todos, pero a bastantes. Es poco claro si Andrés Manuel López Obrador tiene en mente eso en estos días en que su rostro aparece por todas partes.
Los seguidores de AMLO tuvieron la peregrina idea de hacer promoción de la consulta revocatoria que tendrá efecto en cuatro domingos usando la imagen del Presidente. Están en campaña y utilizan recursos típicos de contienda electoral. Pero no estamos en tiempo de comicios, así que sin advertirlo, o reparando poco en ello, promueven al Presidente, es decir el presidencialismo, añeja enfermedad de nuestro sistema político.
El presidencialismo mexicano es como el vuelo de Ícaro, prodigioso hasta que sobreviene el desplome. Y de eso dan cuenta casi todos los que se han sentado en la silla del águila.
Es evidente que a López Obrador le gusta el modelo presidencialista. Tanto que ni gabinete tiene.
Prácticamente todo en la administración se resume en él y la mañanera. O en él, su vocero y sus asesores oficiosos, más que oficiales, cuyos nombres son conocidos. Una secretaria personal, un secretario particular, su familia y ahora un ministro de Gobernación complaciente. Eso y poco más es el gobierno. Un puñado de personas para administrar las necesidades y problemas de un país complejo, diverso, volátil.
Dicho de otra manera: López Obrador no comparte el poder con nadie. Ni con su gabinete. Entonces todo problema que surge, toda circunstancia o imprevisto le impacta directamente. La seguridad, la ve él. La pandemia, él. La economía, quién más que él. Las relaciones exteriores –ya lo vimos– ni el canciller: él otra vez. La política energética, las grandes obras, el reparto de las becas o pensiones, la resolución de problemas de tierras o aguas… todo todo él.
No extraña entonces la ofuscación de los senadores de la República de Morena, que días atrás manifestaron, y por escrito, que la nación la encarna él. Dan ternura o pena, mas no podemos acusarlos de falsarios: su enajenación es honesta. No son los únicos, pero sí son muy representativos de ese mal.
El presidencialismo mexicano ha dado cuenta de cómo a la mitad del sexenio nuestros gobernantes pierden el piso. Escuchan cantos de sirenas, les pierden las lisonjas y el incienso de tantos, se les alebresta sin remedio ese escorpión llamado vanidad.
Así ha sido antes, pero lo que vemos estos días sienta un precedente. La cara del mandatario en calles y carreteras como nunca. El líder nos ve y nosotros lo vemos. Y su movimiento grita a los cuatro vientos de nuestra geografía que AMLO no está solo.
Tan avasallante presencia, consistente con el monopolio de la conversación que ha logrado, tendrá consecuencias.
Porque la plenitud del poder no es para siempre. Incluso los dictadores saben eso: una cosa es que se perpetúen y otra que los pueblos les acompañen en su obcecación por el puesto.
Nadie desea, o yo no al menos, que le vaya mal al gobierno. Si eso ocurre los que pagan los costos más altos son los ciudadanos. Pero no se ve por dónde una administración que ha ahuyentado a la inversión y premiado a la mediocridad resulte exitosa. Creer que las cosas acabarán bien es profesar el culto a la magia.
Y ante cada deficiencia gubernamental la gente sabrá quién es el responsable. Será él, el de las fotos por doquier, y nadie más. Y todo lo que hasta ahora ha gozado en popularidad le será cobrado en la caída.
En el poder no estás solo… hasta que estás bien solo, acompañado para siempre del repudio.

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