Por Manuel Añorve Baños
Steven Levitsky y Daniel Ziblatt en el libro Cómo mueren las democracias describen con gran claridad que, para atrincherarse en el poder, los gobiernos suelen cambiar las reglas del juego, donde los autócratas que pretenden consolidar su poder acostumbran a reformar la Constitución, el sistema electoral y otras instituciones de modo que resultan desfavorables o debilitan a la oposición, inclinando el terreno en contra de sus rivales. Agregando que estas reformas suelen llevarse a cabo bajo el pretexto de hacer un bien público, cuando en realidad lo que se persigue es favorecer a quienes ostentan el poder.
Este tipo de situaciones se han convertido en una de las amenazas más latentes y letales para la libertad y la democracia en el siglo XXI, pues al amparo de estrategias demagógicas en diversas latitudes del orbe se han puesto en riesgo dichos pilares.
En el caso mexicano, la salud y estabilidad democrática de la que hoy gozamos no ha sido un logro sencillo; de hecho, obedece a arduas luchas del trinomio ciudadanía, oposición y gobierno.
Justo es señalar que, desde inicios del movimiento revolucionario de 1910, uno de los estandartes enarbolado fue el principio de la “no reelección presidencial”, el cual quedó anclado de forma irrevocable en la Constitución Política de 1917. Además, con el paso de los años la evolución democrática fue ganando mayor terreno, en primera instancia con el reconocimiento del derecho de votar y ser votadas para las mujeres, instaurando un panorama de igualdad; posteriormente con brindar voz y voto a las fuerzas políticas minoritarias con las reformas constitucionales electorales de 1963 y 1977, con la representación proporcional.
El siguiente paso fue dado en favor de la edificación de una institución ciudadana, profesional, autónoma e imparcial encargada de organizar y vigilar las elecciones, pues era inentendible que dicha importante función recayera con anterioridad en la Secretaría de Gobernación, es decir, en el Poder Ejecutivo Federal, donde podía actuar como juez y parte.
No obstante, en 1990 nació el otrora Instituto Federal Electoral, mismo que en 1994 fue reconocido constitucionalmente como un organismo público autónomo, es decir, ajeno a la sujeción de los tres poderes tradicionales.
Este Instituto en 1996 se ciudadanizó y en 2014 fue materia de su última transformación en la que perfeccionó su papel y rango como órgano constitucional autónomo, bajo el nombre de Instituto Nacional Electoral (INE).
Evidentemente en poco más de tres décadas de existencia, el INE ha sido actor fundamental en los procesos electorales, participando en las transiciones presidenciales del año 2000, 2012 y 2018, con resultados consumados sin que se alterara el orden constitucional o la paz pública.
Estos hechos han llevado a que el INE sea poseedor de una aprobación superior al 75%, lo que lo coloca en su máximo histórico.
Tomando en consideración el proceso de conquista democrática que costó a la ciudadanía y el logro de contar con una institución autónoma y eficaz, hacen que sea inaceptable cualquier propuesta por ir en contra de estas premisas y transitar hacia la aniquilación institucional.
Nada ni nadie debe pasar por encima de las leyes e instituciones que velan por la democracia. La defensa del INE implica pugnar por un país libre, donde las futuras generaciones tengan la libertad de elección y que sus decisiones se respeten. Y si bien es una institución perfectible, los cauces del cambio siempre deben guiarse por la base del respeto a su autonomía. Por ello, y como lo han exigido millones de mexicanos, el INE no se toca.
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