Por Alberto Vizcarra Ozuna
A principios de la década de los años setenta, México empezó a mostrar los primeros atisbos orientados a desdoblar el desarrollo económico regido por los parámetros del llamado “modelo estabilizador” o también conocido como el de “sustitución de importaciones”, para incursionar en una política económica dirigida hacia la industrialización, con la ambición de lograr un sector de bienes de capital propio y robusto, capaz de producir las máquinas que hacen máquinas, consolidar la industria petroquímica, ampliar la frontera agrícola con grandes proyectos de gestión de más agua, como el Plan Hidráulico del Noroeste (PLHINO) y otros. Todo esto remolcado y soportado en un proyecto científico-tecnológico de producción de energía que tenía como punta de lanza la energía nuclear.
En ese tiempo, las legítimas aspiraciones de México, no encontraron eco en el gobierno de los Estado Unidos, por el contrario, recibieron un rechazo militante que se dibujó a la perfección en la expresión del Secretario de Seguridad del gobierno de Jimmy Carter, Zbgniew Brzezinki: “no queremos un Japón al sur de la frontera”. La expresión geopolítica resultó clara y ha alcanzado connotaciones lapidarias. En esos años Japón se encontraba en el cenit de su desarrollo económico y con un marcado interés, como ahora lo tiene China, de establecer relaciones comerciales en donde el intercambio de materias primas por tecnología le permita a las naciones subdesarrolladas emprender la marcha hacia su propia industrialización.
Lo que se le dijo en ese momento a México, no era un consejo de buenos vecinos, sino una declaración de guerra económica para impedir la industrialización del país. Irónicamente, el mismo “consejo” que el imperio británico le hizo a las colonias de Norteamérica el siglo XVIII, cuando les recomendaba que no necesitaban industrializarse, puesto que Inglaterra contaba con la capacidad industrial para ser la proveedora de todo lo que los mantuviera en la condición de grandes productores de materias primas. La vieja consigna librecambista de las “ventajas comparativas”. Conflicto que se dirimió con la guerra de independencia de los Estados Unidos.
La frase de Brzezinki fue el núcleo duro de la guerra económica que se desató contra México. Impedir un Japón al sur de la frontera animó la propuesta del gobierno de Carter para que México admitiera ser la reserva energética de los Estados Unidos, bajo el rubro del entonces llamado Mercado Común Energético, acuerdo que pretendía que el petróleo de México pasara a ser reserva estratégica de los Estados Unidos. El gobierno de José López Portillo rechazó de manera franca atar a la nación a esos designios, no obstante que las amenazas y chantajes implicaban sellar la frontera para impedir la inmigración, obstruir la importación de maíz -acción conocida como el muro de la tortilla-; además de las agresiones monetarias y financieras para estimular la devaluación del peso y la consecuente fuga de capitales.
Como lo reconoció López Portillo, su gobierno caminó a contrapelo de estos intereses internacionales, aprovechó la coyuntura favorable de los precios del petróleo para sentar las bases y definir la direccionalidad de un proceso de industrialización. México alcanzó a consolidar su condición de potencia petrolera mundial y apuntó un plan energético que para finales del siglo XX el país debería de contar con 20 plantas nucleares con capacidad para producir más de 20 mil MW de fuente nuclear. Así quedó asentado en el Diario Oficial de la Federación, publicado el 4 de febrero de 1981.
La osadía de José López Portillo provocó que los intereses financieros de Wall Street orquestaran una campaña de desprestigio en su contra a la que indiscriminadamente se sumaron liberales de derecha y de izquierda. Afianzaron el mensaje de que cualquier dirigente político o gobernante que se encaminara en dirección a propósitos parecidos terminaría en el aislamiento y víctima del escarnio. Después vendrían los magnicidios políticos como el de Luis Donaldo Colosio, previo a ello, la abdicación de la clase política mexicana que se ha mantenido plegada a los derroteros de una política neocolonialista estructurada en torno al modelo maquilador y todas sus variantes.
El Mercado Común Energético, rechazado hasta el último día de su gobierno por López Portillo, devino en el padre del Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN), firmado por el gobierno de Carlos Salinas de Gortari, y resulta ser el abuelo del Tratado México Estados Unidos Canadá (T-MEC), firmado por Enrique Peña Nieto y aceptado en diciembre del 2019 por el gobierno de Andrés Manuel López Obrador.
Quitarle a México la lápida contenida en la expresión de Brzezinki, para que retome el trazo de su propia industrialización, sí es un asunto que está en el campo de las ideas, pero eso no lo hace angelical. Se requiere, además de la inteligencia, la valentía, como la mostrada por López Portillo, para explorar en territorios que están fuera de las desastrosas reglas que nos han impuesto durante los últimos treinta años.
Ciudad Obregón, Sonora 16 de septiembre de 2021
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