Por Catalina Pérez Correa (*)
El 21 de diciembre de 2017 se publicó en el Diario Oficial de la Federación la Ley de Seguridad Interior. Esa Ley facultaba a las Fuerzas Armadas a realizar distintas tareas de seguridad pública en todo el país, sin controles ni límites claros. La Ley fue posteriormente declarada inconstitucional por la SCJN ya que era “inconstitucional al contener disposiciones que pretendían normalizar la utilización de las Fuerzas Armadas en temas de seguridad pública, lo que es contrario al orden constitucional y convencional.”
Las organizaciones de la sociedad civil, víctimas, organismos nacionales e internacionales, académicas(os) y experta(os) que se opusieron a la Ley señalaban los riesgos —a corto y largo plazos— que significaba su aprobación. También legisladores de Morena apuntaban los peligros de la ruta que se trazaba. A principios de ese año Mario Delgado advertía: “Lo que pretenden es legitimar la intervención de los militares en tareas que corresponden a autoridades civiles, empoderar al Presidente y a las Fuerzas Armadas, así como debilitar los contrapesos legislativos y judiciales.”En noviembre de 2016, durante la discusión sobre el otorgamiento de facultades sobre seguridad marítima y puertos a la Armada de México, Manuel Bartlett también señalaba los riesgos: “Están jugando con fuego. (…) van a la regularización de la ocupación del ejército mexicano del país”. Pero poco sirvieron las advertencias. Las y los legisladores del PRI, PVEM, PAN (e incluso algunos del PRD) insistieron en que era necesaria la Ley, confiaban en el buen uso de las facultades conferidas.
Ahora, ante la militarización en curso, las posiciones han cambiado. Legisladores y militantes del PRI y PAN advierten con preocupación los peligros de la militarización con López Obrador al frente, mientas que los de Morena abrazan la expansión militar con complacencia. Ya para finales de 2018, Mario Delgado afirmaba que “el ejército es pueblo uniformado”. “Confiamos en que el presidente no va a usar al ejército para reprimir”, decían además algunos legisladores en las discusiones sobre la creación de la Guardia Nacional.
La historia sobre las discusiones y posiciones en torno a la militarización sirven para ilustrar un fenómeno más grande que se repite frente a otros compromisos básicos del Estado mexicano. La clase política —e incluso una parte de la academia y de la sociedad civil— parece dispuesta a aceptar o rechazar “empoderar al presidente” y “debilitar los contrapesos” si ello conviene a su partido, movimiento o persona, pero ponen el grito al cielo cuando lo hacen los de enfrente. Cada uno legisla e implementa políticas públicas como si fueran a quedarse para siempre en el poder, sin recordar que la alternancia existe (y es deseable) en una república y que mañana puede llegar un gobierno corrupto o sanguinario. En cuanto se suben al ladrillo del gobierno, parecen olvidar lo que es estar fuera del poder, padeciéndolo.
Quienes ayer inauguraron la militarización con Calderón, hoy padecen el militarismo de López Obrador. Quienes hoy avalan la militarización en curso, mañana van a padecer el poder militar desde el otro lado. Quienes hoy aplauden el debilitamiento del INE, del INAI o de las instituciones de educación pública, mañana serán testigos de cómo otros reciben y usan el poder centralizado, con límites y contrapesos disminuidos.
(*) Profesora-investigadora del CIDE.
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